31 enero 2009

Las manos de Julia*


Una mañana vino a verme un carpintero. La lectura de un artículo que firmé en el suplemento dominical de un periódico sobre la violencia de los primeros días de la guerra civil le animó a visitarme. Enseguida llegué a la conclusión de que era una de esas personas que necesita tiempo para contar, para contarlo todo a su manera. Me explicó que suele detenerse a repasar los muebles que se amontonan en las aceras esperando que los lleven al basurero. Busca tesoros entre los despojos de esta sociedad de la opulencia. Cree que todo puede servir para algo, que a todo se le puede encontrar una segunda utilidad. En algunas ocasiones recupera un tirador, unas bisagras, un trozo de cristal, el marco de un espejo o las baldas de un armario... Otras veces recoge muebles enteros que alguien hizo con sus manos utilizando madera de nogal, de roble, de pino o de abeto… Disfruta devolviéndoles la vida. Tras unos meses en la carpintería, aquellas piezas que arrastran una historia de dignidad, un pasado de esplendor, de servicio, de vergüenza, de abandono o de sufrimiento vuelven a ser útiles, vuelven a existir, están en condiciones de conquistar de nuevo un espacio, un hueco en el universo de la materia viva.
Así encontró una mesa de roble. Enseguida se dio cuenta de que se trataba de la mesa de alguien que escribía, leía o pensaba apoyado en ella. Tenía cajones a ambos lados del hueco preparado para las piernas. En uno de esos laterales descubrió un pequeño rectángulo metálico en el que leyó “Ministerio de Instrucción Pública. Madrid, 1924”. Era la mesa de un maestro. Y le gustó que fuera una mesa que había estado en una escuela, sobre la tarima, junto a la pizarra. Seguro –pensó– que alrededor de ella se congregarían los niños. Esa mesa había soportado el peso de los libros, de los trabajos escolares, del borrador y la tiza, de la hucha con forma de cabeza de chinito, de la botella para preparar la tinta. Era la mesa de un maestro que habría disfrutado de la monotonía de la lluvia en esas tardes de escuela cuando llovía. Así lo escribió Machado. Decidió que la restauraría para que su hija Irene, una niña de diez años, empezara a estudiar sobre ella. La cargó en su furgoneta y la llevó al taller.
Siempre tenía encargos pendientes. Los entregaba irremediablemente con retraso porque nunca sabía qué iba a pedirle la madera. No podía predecir el momento en el que una ventana, una escalera, una caja o una estantería estarían terminadas. Él trabajaba mientras la madera reclamaba sus cuidados. Era incapaz de dar por concluido un trabajo hasta que tenía la certeza de que sus manos no podían hacer nada más por cada mueble, por cada pieza de madera por pequeña que fuera. “Sabe –me decía para que entendiera cómo hacía su trabajo–, cuando alguien entra en mi taller, yo dejo que me cuente, que me explique qué quiere, y después decido si acepto el encargo”.
La mesa se quedó arrinconada en el taller, esperando pacientemente que llegara su turno junto a los restos de lo que parecía haber sido una puerta, entre maderos y listones, sepultada bajo una capa de serrín cada vez más espesa que amenazaba con ocultarla totalmente.
Una mañana el carpintero tomó un trapo y se dirigió a la mesa del maestro. Al quitar el serrín pudo ver la madera surcada de líneas, las esquinas astilladas, la huella que el paso del tiempo había dejado en el tablero… La madera aún estaba viva… Abrió y cerró algunos cajones. Como si sus ojos no le bastaran para conocer el estado de la mesa, la acarició demoradamente con sus manos decididas y firmes. Sonrió. Le gustó mucho más que cuando unos meses atrás la recogió de la basura. “Hoy –dijo para sí– me pondré con la mesa de Irene”. La empujó hacia la zona de trabajo, el espacio en donde lo más importante de aquel universo lo tenía al alcance de la mano: la lijadora y el cepillo, las escuadras y las reglas, los formones y las gubias, las barrenas, los martillos, los destornilladores de todos los tamaños, los lapiceros y los compases, los serruchos, las fresas, los sargentos, las tenazas, el bote de cola blanca… Antes de hacer nada contempló nuevamente la mesa, se acercó al calendario y trazó con su lápiz rojo un círculo sobre el día 20 de septiembre. Encima escribió: “Mesa de Irene”. Aquel acto no tenía ninguna importancia práctica. El 20 de septiembre, la víspera de estrenar el otoño, no iba a ser la referencia de nada. Él trabajaba sin plazos y sin límite como si el trabajo no tuviera que ver con él. Pero quería saber cuánto tiempo era necesario para que la mesa decidiera nacer. Sus manos trabajaban silenciosas sobre el roble. Acuchillaban, lijaban, cepillaban, volvían una y otra vez sobre los bordes, pulían los cantos, eliminaban algunas manchas de tinta que habían teñido el tablero de la mesa…
Después de unos días en el pequeño taller del artesano todo giraba alrededor de la mesa. El mundo se reducía a la relación del carpintero con ese mueble. Parecía que conversaban, se estremecían, sufrían y disfrutaban al unísono. Lo que sentía el uno lo percibía también el otro. Cuando se sumergía en sus proyectos, el carpintero sólo podía pensar en el modo de responder a las preguntas que le hacía la madera, como si las virutas que se extendían por el suelo impregnaran también sus sueños.
Cuando ya había concluido los trabajos más urgentes por el exterior de la mesa, sacó los cajones y comenzó a prepararlos para recibir el barniz que protegería la madera. Entonces, al darle la vuelta completa a la mesa fue cuando descubrió, pegado en el fondo de la cajonera, un sobre marrón. Lo arrancó cuidadosamente procurando no romper el papel y comprobó que había algo en su interior. Abrió el sobre y sacó una fotografía y una papeleta electoral en la que bajo el título de “Elecciones a Diputados a Cortes. Coalición de Izquierdas” había escritos cuatro nombres. Con ese patrimonio se presentó en mi despacho.

* Fragmento de la novela Las manos de Julia. Siempre es difícil encontrar editor para las historias. Pero es más difícil escribirlas. Y esta novela ya está escrita.

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