20 agosto 2012

Los secretos de la vida


  
Antes de cumplir los cinco años hizo cuanto estaba en su mano para desentrañar los secretos de la vida. Le preocupaba particularmente la historia de la cigüeña. La carta que los padres escribían cuando decidían tener un hijo era ciertamente hermosa, pero quizá entonces ya intuía que las historias hermosas no siempre son ciertas. Para comprobar la verosimilitud de lo que todo el mundo le decía, pasó un día entero sentando frente a la fachada de su casa –de allí tuvieron que arrancarle a la hora de comer– esperando que llegara la cigüeña, vigilando el cielo y, sobre todo, procurando no apartar la vista de los balcones de la habitación en la que su madre aguardaba la llegada de su hermano pequeño. Imaginaba que la cigüeña sería tal cual la había visto en los dibujos: un pájaro de cabeza pequeña, con un pico muy largo del que colgaba una especie de pañuelo de ato. En la punta del pico la cigüeña traería una nota con la dirección de entrega del bebé. Este detalle le preocupaba especialmente. ¿Y si la dirección estaba mal escrita y llevaba a su hermano a otra casa, con otra madre? Cuando su abuela Pilar se asomó a la ventana para anunciar a las vecinas que había sido un chico, Miguel experimentó una enorme decepción. Le daba lo mismo que el recién nacido fuera niño o niña. Aquel día tenía una misión especial:
–¡Yaya, yaya…! –gritó desde la calle.
–Qué quieres…
–¿Y la cigüeña? ¿Dónde está la cigüeña? –preguntó suponiendo lo peor.
–Ah, maño, la cigüeña… La cigüeña ha entrado por la terraza.
Creyó que fue así. Tuvo que creer a su abuela. Por alguna razón relacionada con la logística del vuelo, la cigüeña había llegado por la parte de atrás de la casa.
Era un niño fácil de engañar. Se lo creía todo. Le parecía imposible que alguien le quisiera y le engañara al mismo tiempo. Luego se convirtió en un hombre a quien se le engañaba fácilmente y aún creía que quien decía quererle no le engañaría. Se fiaba de las personas. Era un ingenuo. Prefería la amargura que siempre despierta el engaño a vivir desconfiando permanentemente.
Dejó de ser niño cuando perdió la inocencia, cuando sospechó que las cosas no eran como le contaban y que las personas no eran quienes decían ser. Dejó de ser niño cuando descubrió que no quería a todo el mundo y que todos no iban a quererle a él.

Víctor Juan
(Heraldo de Aragón, 19 de agosto de 2012)

1 comentario:

calleatras dijo...

ufff. Genial.
Triste que para llegar a ser lo que conocemos por "adulto" tengamos que desengañarnos
3-nov-12