03 mayo 2013

Mi vida me salvó la vida

Frank McCourt, El profesor, Madrid, Maeva Ediciones, 2006, 293 pp.
(Publiqué esta reseña en «Artes y Letras», el suplemento que coordina Antón Castro en Heraldo de Aragón. No sé ni qué día ni qué año, pero la publiqué cuando era pequeño)
Como una moderna Sherezade, en manos esta vez de despiadados adolescentes, Frank McCourt (Nueva York, 1939) aprovechó su dominio del arte de contar y de persuadir para despertar con palabras el interés y la curiosidad de sus alumnos. Esa fue su tabla de salvación: tener algo valioso que contar, saber hacerlo y, sobre todo, reunir la valentía necesaria para asumir el riesgo que supone este ejercicio de desnudez.
Quienes hemos tenido el privilegio de que un buen profesor se cruzara en nuestro camino recordamos que era alguien que nos ayudaba a encontrar sentido a la vida, que era capaz de contárnosla para que nos apropiáramos de ella, por encima de las Matemáticas, del Inglés o de la Geografía. Frecuentemente, lo más importante ocurre siempre al margen del programa o en los límites, cuando los profesores hablan desde los umbrales. Quizá sea en esa tierra de nadie donde cada profesor es único y puede proyectar sus lecturas y su biografía. Por librarse de las lecciones de gramática, los estudiantes de secundaria del país de la opulencia le pedían al profesor McCourt que les hablara “de su desgraciada infancia en Irlanda” y él les descubría –y nos descubre ahora a los lectores- al niño de los callejones de Limerick que había nacido en Nueva York, hijo de emigrantes irlandeses, y que se trasladó a Irlanda antes de cumplir los cuatro años. Allí era “el americano” y cuando con diecinueve años regresó a los Estados Unidos fue ya para siempre un emigrante irlandés.
El día en que le llegó la jubilación, uno de sus alumnos le gritó a modo de despedida: “Eh, señor McCourt, debería usted escribir un libro”. “Lo intentaré –le contestó-”. Así lo hizo y sorprendió al mundo con Las cenizas de Ángela, Premio Pulitzer, un libro del que se han vendido más de 20 millones de ejemplares. De este modo, pasó de ser un profesor desconocido a entrevistarse con presidentes de los Estados Unidos, con el Papa, con alcaldes, gobernadores y actores. Se convirtió en un conferenciante de éxito entre el público más heterogéneo y sobre los temas más peregrinos: desde Irlanda a la conjuntivitis pasando por la salud dental. Tenía 66 años cuando publicó Las cenizas de Ángela, la historia que Alan Parker llevó al cine en 1999. Entre Las cenizas de Ángela y El profesor, McCourt publicó Lo es, la crónica de su llegada a América. Las tres  son novelas autobiográficas contadas magistralmente.
En el inicio de su ejercicio profesional, McCourt creía que enseñar era transmitir a los alumnos lo que sabía, examinarlos y evaluarlos. Desde el primer día se dio cuenta de que la enseñanza, la educación y la escuela sólo podían interpretarse desde la complejidad. En ningún manual de Pedagogía le explicaron qué hacer cuando un bocadillo lanzado por un estudiante aterrizara junto a sus pies. Después de algunos años de docencia, llegó a una hermosa conclusión: enseñar es conducir a los estudiantes hacia la libertad reduciendo el miedo que genera crecer y aventurarse a descubrir mundo.
Los profesores y quienes quieren serlo encontrarán en El profesor interesantes reflexiones sobre el sentido de este humilde y apasionante trabajo. No nos preparan para afrontar la incertidumbre y el riesgo que supone enfrentarse a centenares de alumnos no siempre dispuestos a aprender. Nos la jugamos en cada gesto, en cada pequeño comentario, en cada minúscula decisión que tomamos, sabiendo que aquello que funciona hoy no servirá mañana y que lo que necesita Sara no vale para Luis. Como acertadamente descubrió Philip Jackson en La vida en las aulas, en educación todo es más parecido al vuelo de la mariposa -incierto, frágil e imprevisible- que a la trayectoria de una bala.
El humor, el distanciamiento del autor de sus propios problemas y los centenares de anécdotas que se recogen en sus páginas hacen de la lectura de El profesor un continuo placer.
Víctor Juan

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