17 julio 2013

Cuando leas esta carta



Querida Marta,
Cuando leas esta carta ya habremos paseado por la ciudad, te habré mirado despacio como si fuera posible guardar para siempre en mi memoria la vida reflejada en tus ojos o cada detalle de tu pelo, de tu cara y de tus manos. Pero ahora, cuando te escribo, tengo ante mí, sin estrenar, la posibilidad intacta de pasar junto a ti unas horas, de estar contigo sin más pretensión que mirarte despacio. Ahora cuando te escribo estoy en el lugar perfecto, el tiempo en el que todo es posible, en el momento en que todo está delante de nosotros.
Tengo cincuenta años, una edad suficiente para sentir que el tiempo me ha robado la ilusión por las cosas y para confesar que he perdido gran parte de mi capacidad de entusiasmarme por la vida. Pero, a pesar de todo, cincuenta años no son suficientes para claudicar y pensar que no hay nada que hacer, que no merece la pena asumir riesgos, buscar, seguir intentándolo. Volver a encontrarte me ha hecho saber que aún estoy a tiempo, que siempre es todavía. Siento revivir algunos sentimientos que creí que no volvería a experimentar. Reverdece inesperadamente en mi interior la ilusión, el deseo de entenderlo todo, la convicción de tener que aprovechar el tiempo.
Si pudiera darte un nombre para que vivieras el resto de tu vida siendo otra, te llamaría Marta. Y no cambiaría ni tu manera de hablar ni el silencio con el que callas cuando me miras. Me empeñaría en que tus manos fueran tal como son. Querría que tu piel me devolviera la misma ternura que despiertan mis caricias. Si pudiera hacerte como quisiera que fueras pediría que te estremecieras como te estremeces cuando mis palabras a veces te rozan el alma.
Quiero que seas libre y que pudiendo abandonarme cada instante, me elijas. Quiero que entre tú y yo nunca esté todo dicho. No te quiero vencida o entregada. Y, sobre todo, no quiero que me necesites ni que te retengan junto a mí el miedo, la costumbre o las heridas. Quiero que teniendo otros brazos abiertos en los que cobijarte, entre todos me elijas.
Cuando leas esta carta ya te estaré echando de menos, a pesar de la caricia de tus besos, a pesar de haberte tenido en mis brazos.
Cuando leas esta carta quizá yo me encuentre desorientado y dude entre llamarte inmediatamente, ir a buscarte, apostarme en la puerta de tu casa para verte salir por la mañana o no volver a llamarte nunca más.
Pero también es posible que cuando leas esta carta me sienta rotundamente feliz y el mundo sea un lugar perfecto. Cuando leas esta carta yo estaré escribiendo otra vez para decirte que quisiera vivir eternamente para poder estar otra vez contigo mañana, dentro de dos meses o el próximo vera-no. Quiero estar contigo aunque tenga que esperarte otros treinta años.
Te quiero,
Javier
[Marta de Víctor Juan]

10 julio 2013

Lo que Dios nunca le perdonó a Eva


«Eso fue lo que Dios nunca le perdonó a Eva: que le demostrara a Adán que la felicidad existía, que había que pretenderla, que la dicha se podía conquistar con besos y caricias, que somos deseo, que lo único que importa es lo que queremos, que el amor nos hace invulnerables, irreductibles y nos libera de los miedos y de la sumisión a las imposiciones». 
Víctor Juan, en Aquellos días de luz y palabras