19 octubre 2014

Pasión de abuela

Cuanto más pasa el tiempo, con más frecuencia me acuerdo de mi abuela, de sus consejos, de su manera prudente de entender la vida y de las palabras que me regaló para nombrar el mundo. Recuerdo cómo me miraba. Su único plan para mí consistía en que yo fuera, por encima de cualquier otra cosa, una buena persona.
Para todas las abuelas sus nietos son los más guapos, los más listos y los más buenos. Mi abuela y yo no éramos una excepción a esta regla general.
Un día, siendo muy pequeño, jugaba en nuestra casa de Caspe con Abelardo, Abelardito, un chico que vivía, como yo, en Zaragoza y que volvía al pueblo para pasar las vacaciones de verano. En casa habían obrado y en el rellano de la escalera alguien había dejado algunos materiales de la obra. Abelardo y yo discutimos y yo le lancé un trozo de ladrillo, con tan mala fortuna que le acerté en la cabeza. Abelardo empezó a sangrar y se fue a su casa llorando. Yo me quedé realmente angustiado por lo que acababa de hacerle, sin querer del todo, a mi amigo. También yo lloraba cuando le conté a mi abuela lo que había pasado.
Enseguida llamaron a la puerta. Abelardito volvía acompañado de su abuela.
-Mire lo que acaba de hacerle su nieto al mío -dijo aquella sofocada señora.
-Ya me lo ha contado Víctor. Y está muy mal lo que ha hecho, claro. Pero una cosa voy a decirle: si su nieto hubiera estado en su casa, no le hubiera pasado nada, que mi nieto en su casa estaba.