Para
entender lo que escribo –si es que se puede entender algo alguna vez– hay que
considerar que yo soy un cobarde. Soy un cobarde, en general, para las cosas
del mundo, y un cobarde para todo lo que tiene que ver con los procedimientos
médicos. Durante los primeros cincuenta años de mi vida no me hicieron ni un
análisis de sangre, pero en los últimos cuatro meses he estado muy entretenido
con un gran nódulo tiroideo del que no sé ni cuándo comenzó a crecer ni desde
cuándo vivía en mi cuello. Me han hecho cuatro o cinco pruebas, he acudido a
consultas de varios especialistas y, finalmente, el viernes 3 de julio, a las
14h., ingresé en una conocida clínica zaragozana –como dirían las crónicas de
sociedad– para que me practicaran una hemitiroidectomía o, lo que es lo mismo,
para que me quitaran medio tiroides, justo el lóbulo que servía de sustento al
intruso.
Desde que en abril decidí ir al médico hasta ahora mismo he
procurado que mi enfermedad no les doliera antes de tiempo a las personas que
quiero, evitando que sus preocupaciones se sumaran a las mías. Hasta que no
supe qué día me operarían no les dije nada a mis hijos. Se hubieran entristecido
tanto y hubiera servido de tan poco su tristeza, que he preferido no decirles
nada.
Se han cumplido cien horas de la intervención. Es poco rato. Quizá
alguien me quería por mi nódulo. Pues en ese caso he de decirles que lo nuestro
se acabó. No tengo nódulo ni tengo medio tiroides, pero tengo la certeza de que
voy a ser muy feliz con mi glándula incompleta. Estaba escrito que mi primera
enfermedad tenía que ser una enfermedad aragonesa: un bocio, como el que
padeció mi abuela.
Sabía que esa tarde de julio en la conocida clínica zaragozana me
enfrentaría a la madre de todas las siestas. La anestesia te duerme, pero sus
efectos son más inquietantes. Con la anestesia paralizan todos tus sistemas,
reduciendo su actividad y, sobre todo, con la anestesia el enfermo no tiene
recuerdos de lo que le ha pasado.
Mientras llegaba la hora, mi hija me hizo una fotografía, ya
vestido con el camisón de la clínica y con unas zapatillas de don Pantunflo.
Era la primera vez que me ponía un camisón. Desde el principio eché en falta
una abertura en la parte delantera, un poco más abajo del ombligo, para ir al
baño. En esa foto aún sonrío. Alguien pagaría, seguro, un puñado de euros por
ella.
Con un poco de retraso sobre el horario previsto, entró en mi
habitación –la 216, convertida desde que puse mis pies en ella en la Room Force
One– el celador del quirófano. Iba a ser mi taxista particular. Siguiendo sus
indicaciones, me tumbé en la cama con la misma falta de convicción de los
jugadores de fútbol falsamente lesionados, a los que el árbitro les exige salir
del campo tumbados o sentados en la camilla mientras hacen momos a la grada y
escupen (los jugadores de fútbol tienen el gen de escupir permanentemente). El
celador de pocas palabras me bajó al sótano. Todas las luces del techo de todos
los hospitales deben ser las mismas luces, las luces de los techos de los pasillos
de los hospitales de las películas. Mientras alguien podía vernos, mi conductor
se mostraba cuidadoso y apenas rozábamos las esquinas y los marcos de las
puertas. Cuando desaparecimos por el sótano, se relajó al volante y la cama se
golpeaba con cada obstáculo por pequeño que fuera. Es el efecto tour de Francia
–me dije–. Todo es de otra manera cuando nos ven o cuando sabemos que podrían
vernos.
A esas alturas del drama, solo pensaba en Virginia, en Blanca y en
Guillermo. Quería que sus sonrisas fueran mi última imagen antes de que los
fármacos vararan mi cerebro en un puerto desconocido. Me inquietaba perder
alguno de mis recuerdos, despertar y ser ligeramente otro. Me preocupaba
despertarme siendo menos zaragocista o siendo un poco del Madrid. No quería
olvidar la felicidad de los días de luz y palabras ni los caminos de ida y
vuelta que juntos hemos trazado durante estos años. No quería olvidar ninguna
de las frágiles convicciones que dan algo de sentido a mi vida. Con estas ideas
revoloteando en mi cabeza, me dormí. Desperté sobresaltado. Creía que me
ahogaba. Intenté incorporarme y defenderme a manotazos de no sabía quién. Me
pasaron de la mesa de operaciones a mi cama. Enseguida me acercaron a una
puerta. Virginia y Blanca me esperaban. Me besaron apresuradamente. No tuvimos
tiempo para más, pero en ese instante supe que era quien soy, quien siempre
había sido, que nada había cambiado. Pregunté la hora. «Las seis y cuarto», me
dijo alguien. No distinguí quién era porque en el quirófano todo el mundo va
vestido para un atraco. El anestesista me adelantó que iba a estar un buen rato
allí, con las manos y los pies congelados y el corazón caliente, mientras me
despertaba.
He pasado las cien primeras horas viéndolas venir. No he hecho
nada, salvo dejar que pase el tiempo. Cada rato he estado mejor que el rato
anterior. No tengo dolor. Hablo bien. Camino mirando al suelo, como el
penitente que arrastra sus culpas, intentando proteger la herida de mi cuello.
Estos días mi estado de ánimo se refleja en la cocina. Al
principio solo di algunas indicaciones, amables, mientras Blanca y Virginia
preparaban la comida. Luego empecé a protestar si no utilizaban la sartén
precisa. El lunes preparé la salsa de la pasta y el gazpacho de la cena. El martes
hice ensaladilla rusa a la victorjuan y, por la noche, preparé revuelto de
champiñones y gulas. Y me bebí una ámbar. Todo está bien.
Durante los últimos meses he descubierto que soy un cobarde que
apenas teme ya nada.
***Coda:
esta historia tiene su día de la marmota. El 15 de julio volvieron a operarme para quitarme el resto del tiroides. Soy ahora, como dice Melero, un auténtico aragónes.