Frank McCourt,
El profesor, Madrid, Maeva Ediciones, 2006, 293 pp.
(Publiqué esta reseña en «Artes y Letras», el suplemento que coordina Antón Castro en Heraldo de Aragón. No sé ni qué día ni qué año, pero la publiqué cuando era pequeño)
Como una moderna
Sherezade, en manos esta vez de despiadados
adolescentes, Frank McCourt
(Nueva York, 1939) aprovechó su dominio del arte de
contar y de persuadir para despertar con palabras el interés y la curiosidad de
sus alumnos. Esa fue su tabla de salvación: tener algo valioso que contar,
saber hacerlo y, sobre todo, reunir la valentía necesaria para asumir el riesgo
que supone este ejercicio de desnudez.
Quienes hemos
tenido el privilegio de que un buen profesor se cruzara en nuestro camino recordamos
que era alguien que nos ayudaba a encontrar sentido a la vida, que era capaz de
contárnosla para que nos apropiáramos de ella, por encima de las Matemáticas,
del Inglés o de la Geografía. Frecuentemente, lo más importante ocurre siempre al
margen del programa o en los límites, cuando los profesores hablan desde los
umbrales. Quizá sea en esa tierra de nadie donde cada profesor es único y puede
proyectar sus lecturas y su biografía. Por librarse de las lecciones de
gramática, los estudiantes de secundaria del país de la opulencia le pedían al
profesor McCourt que les hablara “de su desgraciada
infancia en Irlanda” y él les descubría –y nos descubre ahora a los lectores- al
niño de los callejones de Limerick que había nacido
en Nueva York, hijo de emigrantes irlandeses, y que se
trasladó a Irlanda antes de cumplir los cuatro años. Allí era “el americano” y
cuando con diecinueve años regresó a los Estados Unidos fue ya para siempre un
emigrante irlandés.
El día en que le
llegó la jubilación, uno de sus alumnos le gritó a modo de despedida: “Eh,
señor McCourt, debería usted escribir un libro”. “Lo
intentaré –le contestó-”. Así lo hizo y sorprendió al mundo con Las cenizas de Ángela, Premio Pulitzer, un libro del que se han vendido más de 20
millones de ejemplares. De este modo, pasó de ser un profesor desconocido a
entrevistarse con presidentes de los Estados Unidos, con el Papa, con alcaldes,
gobernadores y actores. Se convirtió en un conferenciante de éxito entre el
público más heterogéneo y sobre los temas más peregrinos: desde Irlanda a la
conjuntivitis pasando por la salud dental. Tenía 66 años cuando publicó Las cenizas de Ángela, la historia que Alan
Parker llevó al cine en 1999. Entre Las cenizas de Ángela y El profesor, McCourt
publicó Lo es, la crónica de su
llegada a América. Las tres son novelas
autobiográficas contadas magistralmente.
En el inicio de
su ejercicio profesional, McCourt creía que enseñar
era transmitir a los alumnos lo que sabía, examinarlos y evaluarlos. Desde el
primer día se dio cuenta de que la enseñanza, la educación y la escuela sólo
podían interpretarse desde la complejidad. En ningún manual de Pedagogía le
explicaron qué hacer cuando un bocadillo lanzado por un estudiante aterrizara
junto a sus pies. Después de algunos años de docencia, llegó a una hermosa
conclusión: enseñar es conducir a los estudiantes hacia la libertad reduciendo
el miedo que genera crecer y aventurarse a descubrir mundo.
Los profesores y
quienes quieren serlo encontrarán en El
profesor interesantes reflexiones sobre el sentido de este humilde y
apasionante trabajo. No nos preparan para afrontar la incertidumbre y el riesgo
que supone enfrentarse a centenares de alumnos no siempre dispuestos a
aprender. Nos la jugamos en cada gesto, en cada pequeño comentario, en cada
minúscula decisión que tomamos, sabiendo que aquello que funciona hoy no
servirá mañana y que lo que necesita Sara no vale para Luis. Como acertadamente
descubrió Philip Jackson en
La vida en las aulas, en educación
todo es más parecido al vuelo de la mariposa -incierto, frágil e imprevisible-
que a la trayectoria de una bala.
El humor, el
distanciamiento del autor de sus propios problemas y los centenares de anécdotas
que se recogen en sus páginas hacen de la lectura de El profesor un continuo placer.
Víctor Juan
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