Mi madre me regaló palabras que me han permitido entenderme y encontrarme con los demás, las palabras de enamorarme y de querer a mis hijos, las palabras para cambiar el mundo.
Cuando fui niño en Caspe siempre tuve cerca personas que me
quisieron, que me miraron, que me hablaron y que me escucharon: mi abuela
Pilar, mis abuelos Valentín y Concha, las mujeres de la calle Vieja con quienes
tuve la suerte de disfrutar horas de demorada conversación bajo el cielo
estrellado de las noches de verano de mi infancia (Margarita, Pascuala, Julia,
Mercedes la Platera,
Andresa, María…). También fueron muy importantes para mi formación como palabrero
incorregible los días y días que pasé con Carmen y José, los vecinos de mis
abuelos, y las tertulias durante las reuniones familiares con mis tíos y mis
primos. Nuestra vida giraba alrededor de las palabras… Las palabras son, lo sé
ahora que ya voy a cumplir cincuenta años, el más valioso legado de mi
infancia.
Y las palabras, aquellas mismas palabras, me han traído hoy
aquí.
Me hace muy feliz pensar que mi nombre está unido y enredado
por una razón más con Caspe. Cuando alguien haga la historia del concurso literario
de relato corto «Ciudad de Caspe» dirá que la edición de 2013, la octava, la
ganó un tal Víctor Juan, quien tomó prestado para la ocasión el nombre del
escritor Silverio Lanza, el raro de Getafe, y presentó un relato titulado
«Muerde la soledad».
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